Cada día me cuesta mas ir a verte; contemplarte en esa silla de ruedas, balanceándote de un lado para otro, encorsetada con ese cinturón azul…me dan ganas de gritar “¿Por qué?”. Ese balbucear palabras inconexas, esos ojos hundidos, con una mirada perdida que ya no sé traducir, ese rechinar de dientes…y sobre todo ese llanto desgarrador, que de repente brota….me parte el corazón.
Nuestro encuentro no fue lo que se llama empezar con “buen pie”. Aparecí en tu vida para llevarme “al hombre de la casa” (como decías). Ya apuntaba maneras de bruja. No comprendí en aquel entonces “por qué causé tanto revuelo y preocupación”. Ahora que soy madre reconozco que no tuvo que ser nada fácil competir con la juventud, la pasión y el olor a hembra que destilaba.
Después de nuestros primeros desencuentros, ambas nos revelamos como dos mujeres de “armas tomar”, con carácter, testarudas, con energía, pasionales…; Tenías “callo” en esto de luchar (la guerra, la hambruna, el campo, la enfermedad…) y por supuesto, sucumbí en tu campo de batalla porque tus mejores aliados eran la alegría y el buen humor. ¡Cómo cantabas coplas!
Y empezamos a respetarnos, a entendernos y a querernos; me encantaban tus purés de verdura, que me arropases en aquel sofá de barco, aquella pequeña manta eléctrica que te quitabas de tus riñones para que me la pusiese en el estomago y me calentase las manos. No recuerdo si es que hacía frío o que sé yo; de lo que estoy segura es que me mimabas y siempre sonreías.
Me gustaba escuchar ese cuento de hadas del que fuiste protagonista; aquel “vascorro” con buena planta y con “parné” se enamoró de aquella chica extremeña que había venido a Madrid a servir; el amante (el que ama) enfermó y ella tuvo que sacar adelante hijos y enfermo. ¡Qué valiente fuiste en aquella sociedad machista!
Otro día sigo. Te quiero Juana
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