11 de enero de 2012

CUMPLEAÑOS


De pequeña preguntaba a mi madre “¿Te acuerdas cuando yo nací?”. Me contaba que fue una noche de una gran nevada y que mi padre tuvo que ir a buscar a mi abuelo que era médico y vivía en la casa del médico, al lado de una pequeña ermita vigilada por el río. Mi padre añadía que casi le tuvo que traer en “volandas” del espesor de la nevada. ¡Cómo me gustaba escuchar aquel momento cuando llegué a la vida!
Mi madre al ver aquellos ojos medio oscuros con un interés inusitado continuaba dándome todo tipo de detalles “y venías al revés, de nalgas” “con lo chiquitita que eras, me costó mucho que salieses” “y cuando arrancaste a llorar, no parabas”…En ese momento mi padre se hacía con las riendas del relato y comenzaba a despotricar, “hija mía has llorado y has dado guerra lo que no esta escrito, no sabíamos que hacer contigo…”. Recordaba las noches que tenía que madrugar, pero el bebe tenía pulmones para conseguir que no pegase ojo en toda la noche. Recordaba también un artilugio que hizo desde aquella cuna de madera beis hasta la cama de matrimonio para que mi madre me pudiese mecer y así no pasase frío en aquellas noches gélidas de invierno. Después de despacharse durante un rato, me miraba; aquel hombre duro, áspero y autoritario retomaba la dulzura y proseguía: “Ya te llevamos al médico y nos confirmó que estabas herniada y por eso llorabas”; quería redimir todas las “pestes” anteriores. Entonces me contaba que me llevaron a  la mejor clínica de pago de Bilbao, que se pusieron en manos del mejor cirujano y que éste les contó que a Benidor venían las suecas y traían una especie de “bikini” y que iba a intentar hacer una cicatriz de tal forma que cuando yo fuera jovencita si me ponía “este cacharro” como contaba mi padre, no se me vería.  Y así fue, corrían los sesenta.
Los primeros cumpleaños de mi memoria eran un día especial que para merendar tomábamos toda la familia chocolate con churros que hacía mi abuela. Aquellos churros cargados de azúcar, sobre un papel de estraza empapado de grasa, aquella mesa tocinera que solo se utilizaba en celebraciones especiales, aquellos niños nerviosos e inquietos ante la novedad, aquellos adultos permanentemente recordándonos las buenas maneras (“siéntate”, “no te levantes”, “estate quieto”),  ¡menuda era mi abuela, toda una señora!.
La celebración terminaba “de aquella manera”; los niños empachados del atracón de churros, el chocolate en las tazas, el juego improvisado de mojo mi churro en tu taza, te quito la cucharilla, el churro y lo que haga falta…todo ello ante la mirada de cabreo en “crescendo” de mi abuela. Mi madre se daba cuenta que había llegado el momento de evacuación y se las ingeniaba para sacarnos uno por uno, aunque fuese a puntapiés. Aquella casa, tan poco común y misteriosa para nosotros, era la casa que albergaba los momentos más especiales de nuestra infancia. Sabíamos que aunque la abuela nos había advertido que no volvería a hacer churros ni chocolate; aquello se la pasaría pronto. Menos mal, eran unos de los grandes acontecimientos de nuestra niñez, los cumpleaños. El mio, era el primero.