23 de enero de 2012

FINDE AL PUEBLO

Os tengo abandonados; “los jueves tengo 20 años”, eso suele dejarme fuera de juego un par de días (algún que otro exceso). Esta vez para recuperarme decidí coger el coche, dar carpetazo a las responsabilidades y poner rumbo a mi escondite preferido: un lugar recóndito de la cornisa cantábrica a la “orilluca” del Ebro. Cuando me adentraba en el cañón salieron a mi encuentro las anjanas (hadas bondadosas y muy lindas que frecuentan el silencio de las ruinas cercanas al río, el sosiego de los caminos apartados, la paz de las riberas de los arroyos…) dándome la bienvenida y animándome en el último tramo del camino. Me contaron que la luna esa noche estaba pletórica y las estrellas se habían sumado a acompañarla; saben que cuando aterrizo por allí me embobo mirando al cielo,  y tengo la sensación de verlo por primera vez! Aquella noche no se había puesto la niebla, era una noche de invierno especial. Me costó desembarazarme de las anjanas, querían retenerme para juntas contemplar el espectáculo. Les prometí volver y perdernos una noche contemplando el cosmos…
   Por fin llegué a ese pequeño pueblo, con media docena de casas habitadas que durante el invierno languidece en un profundo ensueño. Ahí estaba la “casa de las flores”; una casa grande de pueblo a la que mi madre, año tras año, le llenaba de colorido con multitud de geranios, de rosas de todos los colores, de tinajas de lunares…y un azulejo que ella pintaba y retocaba dónde el forastero podía leer “Bienvenido a esta casa”; la señora de la casa en todo lo que tocaba ponía alegría, luz, color, buen humor, pasión…aquellos valores que marcaron nuestra niñez.  Aún estaba la luz de la salita encendida, cuando aparqué el coche. ¡Qué bonito es que aún se preocupen de una como cuando era niña! Tomé la decisión de aprovechar lo que la vida me brindaba: “dejar de ser madre para convertirse exclusivamente en hija”. Mi madre nunca fue una gran cocinera (la mayoría de las cualidades que se presuponía que debía tener una mujer de antes, no estaban en su haber) así que el trámite de la cena se saldó con un cola-cao y unas galletas. Y aquí empezaron las caricias del alma o “echar la tetadilla”; una especie de terapia entre madre e hija. Esa “crisis” que nos bombardea comentada entre risas e ingenio, esos relatos de caballeros que son incapaces de satisfacer pequeñas necesidades de mujeres normales del siglo 21 y multitud de asuntos familiares, locales, de vida…todos ellos abordados desde el optimismo y el buen humor. No encontrábamos momento para irnos a la cama, el cansancio del viaje había desaparecido y charlábamos y charlábamos como dos cotorras…
   Ocupé la habitación de los invitados, un lugar ajeno a mis mejores  recuerdos; pero mi madre se encargó, con un beso, de devolverme a mi niñez antes de caer rendida. 

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